Audiencia General Papa Leon XIV del 10 de septiembre 2025
Hoy nos invita el Papa León XIV a contemplar el momento culminante de la vida de Jesús: su muerte en la cruz. El Evangelio relata que Cristo no muere en silencio, sino que entrega su vida con un fuerte grito. Ese grito no es un simple gesto físico, sino la expresión total de dolor, abandono, fe y entrega. Representa la voz última de quien se ofrece plenamente al Padre.
Previo a ese grito, Jesús pronuncia una de las frases más conmovedoras de toda la Escritura: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Salmo 22). En sus labios, estas palabras adquieren una fuerza única. No se trata de una crisis de fe, sino de la culminación de un amor llevado hasta el extremo. Jesús, que siempre vivió en íntima comunión con el Padre, experimenta en ese instante el silencio y la ausencia, pero no como rechazo, sino como paso de confianza absoluta. Su clamor es un acto de sinceridad radical y de esperanza que persiste incluso en medio de la oscuridad.
En el momento de la muerte de Cristo, el Evangelio narra varios signos: la oscuridad del cielo y el velo del templo que se rasga. Con ello se manifiesta que Dios ya no permanece oculto tras símbolos o barreras, sino que se revela plenamente en el crucificado. Allí, en el hombre desgarrado y crucificado, se manifiesta el amor más grande de Dios, un amor que no es distante, sino que atraviesa el dolor humano.
La reacción del centurión romano es significativa. Sin haber escuchado discursos ni teologías, al contemplar cómo Jesús muere, proclama: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”. Es la primera profesión de fe después de la muerte de Cristo. Su grito no se perdió en el viento, sino que tocó un corazón y dio fruto.
Se nos recuerda que los gritos humanos no son necesariamente signos de debilidad. Muchas veces, cuando las palabras no bastan, el grito se convierte en el lenguaje más sincero de la humanidad: puede expresar invocación, protesta, deseo, esperanza o entrega. En el grito de Jesús se concentra todo lo que le quedaba: su amor y su confianza en el Padre. Gritar, lejos de ser desesperación, puede ser la forma extrema de oración, un modo de mantener viva la esperanza cuando todo parece perdido.
El Evangelio nos enseña que también nosotros podemos gritar a Dios en nuestras pruebas más duras. Se grita porque se cree que alguien escucha. Jesús no gritó contra el Padre, sino hacia él, convencido de que seguía presente aun en el silencio. De este modo nos muestra que la esperanza puede resistir incluso en la oscuridad más profunda.
El grito se convierte en un gesto espiritual. Es la primera señal de vida al nacer, pero también un modo de permanecer vivos a lo largo de la existencia. Se grita al sufrir, al amar, al invocar, al llamar. El grito expresa que no queremos rendirnos al silencio, que tenemos todavía algo que dar. Guardar todo dentro puede consumirse lentamente; por eso, Jesús nos enseña a no temer al grito cuando es auténtico, humilde y dirigido a Dios. Ningún grito nacido del amor se pierde o es ignorado: siempre llega al corazón del Padre.
Este mensaje es una llamada a no caer en el cinismo ni en la resignación, sino a seguir creyendo que otro mundo es posible. Aprender de Jesús el “grito de la esperanza” significa no herir ni protestar contra alguien, sino abrir el corazón y confiar en Dios. Si el grito es verdadero, puede ser el umbral de una nueva luz, un nuevo nacimiento, como ocurrió en Cristo: cuando todo parecía acabado, en realidad estaba comenzando la salvación.
Finalmente nos recuerda el Papa que la voz sufriente de nuestra humanidad, unida al grito de Cristo, puede convertirse en fuente de esperanza no solo para nosotros, sino también para quienes nos rodean. El Espíritu Santo es quien nos ayuda a dar voz al dolor de la humanidad a través de la oración y la caridad concreta. Así, nuestro clamor, unido al de Cristo, se transforma en semilla de salvación y de esperanza para todos.
Fernando Arroba
Voluntario Radio María Ecuador